MANUEL RIVAS , ¿Qué me quieres, amor?, Que me queres, amor? ,
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La lengua de las mariposas
"¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas." El
maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la Instrucción
Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel
aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tu-
viesen el efecto de poderosas lentes. "La lengua de la mariposa es una trompa enroscada
como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para
chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la
boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa." Y
entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando,
con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar. Yo
quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no
podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una
amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara de mimbre. "¡Ya verás
cuando vayas a la escuela!"
Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos
a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la
escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio.
Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero
mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el
pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue
Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: "Pareces un pardal*".
(en gallego, gorrión (N. de la T.).
Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría
como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada
puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría
llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica. "¡Ya verás cuando vayas
a la escuela!" Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la
mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua ni
jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara
tienen la garganta llena de trigo*. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!" Si de
verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la
cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres que estaba
enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía las entrañas. Y me meé. No me meé en la cania, sino en la
escuela.
Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y vergonzosa
resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio agachado con la
esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta que pudiese salir y echar a volar por la
Alameda.
"A ver, usted, ¡póngase de pie!" El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que
aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla, Era
pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim. "¿Cuál es su nombre?"
"Pardal". Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las
orejas. "¿Pardal?" No me acordaba de nada. Ni de mi nombre.
Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran
dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré hacia el ventanal, buscando con
angustia los árboles de la Alameda.
Y fue entonces cuando me meé. Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas
aumentaron y resonaban como latigazos. Huí. Eché a correr como un locuelo con alas.
Corría, corría como sólo se corre en sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco. Yo
estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí. Podía sentir su
aliento en el cuello, y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero
cuando llegué a la altura del palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había
seguido, que es-taba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meos. El palco estaba vacío.
Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación de que todo el pueblo disimulaba, de
que docenas de ojos censuradores me espiaban tras las ventanas y de que las lenguas
murmuradoras no tardarían en llevarles la noticia a mis padres. Mis piernas decidieron por mí.
Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría
hasta Coruña y embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a Buenos Aires.
Desde la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con peñascos
recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de
asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo, en la cima, sentado en la silla de
piedra, bajo las estrellas, mientras que en el valle se movían como luciérnagas los que con
candil andaban en mi busca. Mi nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros.
No estaba impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré ni
me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me envolvió con su
chaquetón y me cogió en brazos. "Tranquilo, Pardal, ya pasó todo".
Aquella noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. Mi
padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como había sucedido
cuan-do se murió la abuela.
Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche. Así
me llevó, cogido como quien lleva un serón, en mi regreso a la escuela. Y en esta ocasión, con
el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "Me gusta ese nombre, Pardal". Y aquel
pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en medio de un
silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y me sentó en su silla. El permaneció de
pie, cogió un libro y dijo: "Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a
recibirlo con un aplauso." Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo
noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora vamos a empezar un poema. ¿A quién le toca?
¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta."
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y os-
curas, con las rodillas llenas de heridas. Una tarde parda y fría... "Un momento, Romualdo,
¿qué es lo que vas a leer?" "Una poesía, señor." "¿Y cómo se titula?" "Recuerdo infantil. Su
autor es don Antonio Machado." "Muy bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz alta.
Fíjate en la puntuación." El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de pifias
como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una
voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de
Montevideo.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo y muerto Abel,
junto a una mancha carmín...
"Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo", preguntó el maestro. "Que llueve sobre mojado, don Gregorio".
"¿Rezaste?", me preguntó mamá, mientras planchaba la ropa que papá había cosido durante
el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza. "Pues sí", dije yo no
muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín y Abel". "Eso está bien", dijo mamá, "no sé por
qué dicen que el nuevo maestro es un ateo". "¿Qué es un ateo?" "Alguien que dice que Dios
no existe". Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de
un pantalón. "¿Papá es un ateo?"
Mamá apoyó la plancha y me miró fijamente. "¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te
ocurre preguntar esa bobada?"
Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres.
Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las
dos cosas: me cago en Dios, me cago en el demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían
realmente en Dios.
"¿Y el demonio? ¿Existe el demonio?" "¡Por supuesto!"
El hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De aquella boca mutante salían vaharadas de
vapor y gargajos de espuma y verdura. Una mariposa nocturna revoloteaba por el techo
alrededor de la bombilla que colgaba del cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como
cada vez que tenía que planchar. La cara se le tensaba cuando marcaba la raya de las perneras.
Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido.
"El demonio era un ángel, pero se hizo malo". La mariposa chocó con la bombilla, que se
bamboleó ligeramente y desordenó las sombras.
"Hoy el maestro ha dicho que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy
larga, que llevan enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que
le tienen que enviar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan
lengua?" "Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te ha
gustado la escuela?"
"Mucho. Y no pega. El maestro no pega." No, el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario,
casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los
llamaba, "parecéis carneros", y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en el
mismo pupitre. Así fue como conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe.
Había otro chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, al que le hubiera zurrado con gusto,
pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandase darle la mano y que me cambiase
del lado de Dombodán. La forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el
silencio.
"Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo". Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada
ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese
dejado abandonados en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro
era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante. El
cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y
diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío.
Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se
iluminase la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando es-cucharon por
vez primera el relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz, íbamos a lomos de los
elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchábamos con
palos y piedras en Ponte Sampaio* contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.
Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribíamos cancioneros de
amor en la Provenza y en el mar de Vigo. Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y a América emigramos cuando llegó la peste de la
patata.
"Las patatas vinieron de América", le dije a mi madre a la hora de comer, cuando me puso el
plato delante.
"¡Qué iban a venir de América! Siempre ha habido patatas", sentenció ella. "No, antes se
comían castañas. Y también vino de América el maíz." Era la primera vez que tenía clara la
sensación de que gracias al maestro yo sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos,
mis padres, desconocían.
Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los
bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que
daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en Australia que pintaba su nido de
colores con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se
llamaba el tilonorrinco. El macho colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la
hembra.
Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me
acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por mi casa e íbamos
juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las gándaras, el bosque y subíamos al
monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para mí como una ruta del descubrimiento.
Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y
cada vez una mariposa distinta, aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro
llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol.
Al regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela,
el maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de Pardal". Para mis padres, estas
atenciones del maestro eran un honor. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la
merienda para los dos: "No hace falta, señora, yo ya voy comido", insistía don Gregorio. Pero a
la vuelta decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda".
"Estoy segura de que pasa necesidades", decía mi madre por la noche. "Los maestros no ganan
lo que tendrían que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. "Ellos son las luces
de la República". "¡La República, la República! ¡Ya veremos adonde va a parar la República!"
Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los
republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba
delante, pero a veces los sorprendía.
"¿Qué tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del cura, que os anda calentando la cabeza." "Yo
voy a misa a rezar", decía mi madre. "Tú sí, pero el cura no". - Un día que don Gregorio vino a
recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le
gustaría tomarle las medidas para un traje, "¿Un traje?" "Don Gregorio, no lo tome a mal.
Quisiera tener una atención con usted. Y yo lo que sé hacer son trajes." El maestro miró
alrededor con desconcierto. "Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa. "Respeto mucho los
oficios", dijo por fin el maestro.
Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año, y lo llevaba también aquel día de julio
de 1936, cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del ayuntamiento. "¿Qué hay,
Pardal? A ver si este año por fin podemos verle la lengua a las mariposas."
Algo extraño estaba sucediendo. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que
miraban hacia delante, se daban la vuelta. Los que miraban para la derecha, giraban hacia la
izquierda. Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca
del paleo de la música. Yo nunca había visto a Cordeiro sentado en un banco. Miró hacia
arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros, era que se
avecinaba una tormenta.
Oí el estruendo de una moto solitaria. Era un guardia con una bandera sujeta en el asiento de
atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró para los hombres que conversaban inquietos en el
porche. Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de
explosiones.
Las madres empezaron a llamar a sus hijos. En casa, parecía que la abuela se hubiese muerto
otra vez. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin
sentido, como abrir el grifo de agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron a la puerta y mis padres miraron el pomo con desazón. Era Amelia, la vecina, que
trabajaba en casa de Suárez, el indiano. "¿Sabéis lo que está pasando? En Coruña, los militares
han declarado el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil." "¡Santo Cielo!",
se persignó mi madre. "Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyesen,
"dicen que el alcalde llamó al capitán de carabineros, pero que éste mandó decir que estaba
enfermo".
Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban
me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese llegado el invierno y el viento
arrastrase a los gorriones de la Alameda como hojas secas.
Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y volvió
pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora. "Están pasando cosas
terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido.
Peor aún. Parecía que hubiese perdido toda voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se
movía. No hablaba^ No quería comer. "Hay que quemar las cosas que te comprometan,
Ramón. Los periódicos, los libros. Todo."
Fue mi madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo que mi padre
se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me dijo: "Venga, Moncho, vas a
venir con nosotros a la Alameda". Me trajo la ropa de fiesta y mientras me ayudaba a anudar la
corbata, me dijo con voz muy grave: "Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá
no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante,
Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro."
"Sí que se lo regaló". "No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has en-tendido bien? ¡No se lo regaló!"
"No, mamá, no se lo regaló".
Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado algunos
grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y sombrero, niños con
aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola al cinto. Dos filas de
soldados abrían un pasillo desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con
remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.
Pero en la Alameda no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana Santa.
La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la
atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.
Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo
un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardias, salieron los
detenidos. Iban atados de pies y manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre,
pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo
Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el cantero al que llamaban
Hércules, padre de Dombodán... Y al final de la cordada, chepudo y feo como un sapo, el
maestro.
Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos.
Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó imitando aquellos insultos.
"¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!" "Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!"
Mi madre llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuer-zas para que
no desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!" Y entonces oí cómo mi
padre decía: "¡Traidores!" con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales!
¡Rojos!". Soltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada
enfurecida hacia el maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!"
Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera
de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!" Nunca le había oído llamar eso a nadie, ni siquiera al
árbitro en el campo de fútbol. "Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero
ahora se volvía hacia mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas
y sangre. "¡Grítale tú también, Monchiño, grítale tú también!"
Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron
detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor
y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda,
con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"
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La lengua de las mariposas
"¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas." El
maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la Instrucción
Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel
aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tu-
viesen el efecto de poderosas lentes. "La lengua de la mariposa es una trompa enroscada
como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para
chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la
boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa." Y
entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando,
con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar. Yo
quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no
podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una
amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara de mimbre. "¡Ya verás
cuando vayas a la escuela!"
Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos
a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la
escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio.
Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero
mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el
pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue
Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: "Pareces un pardal*".
(en gallego, gorrión (N. de la T.).
Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría
como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada
puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría
llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica. "¡Ya verás cuando vayas
a la escuela!" Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la
mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua ni
jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara
tienen la garganta llena de trigo*. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!" Si de
verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la
cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres que estaba
enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía las entrañas. Y me meé. No me meé en la cania, sino en la
escuela.
Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y vergonzosa
resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio agachado con la
esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta que pudiese salir y echar a volar por la
Alameda.
"A ver, usted, ¡póngase de pie!" El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que
aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla, Era
pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim. "¿Cuál es su nombre?"
"Pardal". Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las
orejas. "¿Pardal?" No me acordaba de nada. Ni de mi nombre.
Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran
dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré hacia el ventanal, buscando con
angustia los árboles de la Alameda.
Y fue entonces cuando me meé. Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas
aumentaron y resonaban como latigazos. Huí. Eché a correr como un locuelo con alas.
Corría, corría como sólo se corre en sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco. Yo
estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí. Podía sentir su
aliento en el cuello, y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero
cuando llegué a la altura del palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había
seguido, que es-taba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meos. El palco estaba vacío.
Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación de que todo el pueblo disimulaba, de
que docenas de ojos censuradores me espiaban tras las ventanas y de que las lenguas
murmuradoras no tardarían en llevarles la noticia a mis padres. Mis piernas decidieron por mí.
Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría
hasta Coruña y embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a Buenos Aires.
Desde la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con peñascos
recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de
asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo, en la cima, sentado en la silla de
piedra, bajo las estrellas, mientras que en el valle se movían como luciérnagas los que con
candil andaban en mi busca. Mi nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros.
No estaba impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré ni
me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me envolvió con su
chaquetón y me cogió en brazos. "Tranquilo, Pardal, ya pasó todo".
Aquella noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. Mi
padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como había sucedido
cuan-do se murió la abuela.
Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche. Así
me llevó, cogido como quien lleva un serón, en mi regreso a la escuela. Y en esta ocasión, con
el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "Me gusta ese nombre, Pardal". Y aquel
pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en medio de un
silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa y me sentó en su silla. El permaneció de
pie, cogió un libro y dijo: "Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a
recibirlo con un aplauso." Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo
noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora vamos a empezar un poema. ¿A quién le toca?
¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta."
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y os-
curas, con las rodillas llenas de heridas. Una tarde parda y fría... "Un momento, Romualdo,
¿qué es lo que vas a leer?" "Una poesía, señor." "¿Y cómo se titula?" "Recuerdo infantil. Su
autor es don Antonio Machado." "Muy bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz alta.
Fíjate en la puntuación." El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de pifias
como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una
voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de
Montevideo.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo y muerto Abel,
junto a una mancha carmín...
"Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo", preguntó el maestro. "Que llueve sobre mojado, don Gregorio".
"¿Rezaste?", me preguntó mamá, mientras planchaba la ropa que papá había cosido durante
el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza. "Pues sí", dije yo no
muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín y Abel". "Eso está bien", dijo mamá, "no sé por
qué dicen que el nuevo maestro es un ateo". "¿Qué es un ateo?" "Alguien que dice que Dios
no existe". Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de
un pantalón. "¿Papá es un ateo?"
Mamá apoyó la plancha y me miró fijamente. "¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te
ocurre preguntar esa bobada?"
Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres.
Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las
dos cosas: me cago en Dios, me cago en el demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían
realmente en Dios.
"¿Y el demonio? ¿Existe el demonio?" "¡Por supuesto!"
El hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De aquella boca mutante salían vaharadas de
vapor y gargajos de espuma y verdura. Una mariposa nocturna revoloteaba por el techo
alrededor de la bombilla que colgaba del cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como
cada vez que tenía que planchar. La cara se le tensaba cuando marcaba la raya de las perneras.
Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido.
"El demonio era un ángel, pero se hizo malo". La mariposa chocó con la bombilla, que se
bamboleó ligeramente y desordenó las sombras.
"Hoy el maestro ha dicho que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy
larga, que llevan enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que
le tienen que enviar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan
lengua?" "Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te ha
gustado la escuela?"
"Mucho. Y no pega. El maestro no pega." No, el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario,
casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los
llamaba, "parecéis carneros", y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en el
mismo pupitre. Así fue como conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe.
Había otro chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, al que le hubiera zurrado con gusto,
pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandase darle la mano y que me cambiase
del lado de Dombodán. La forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el
silencio.
"Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo". Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada
ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese
dejado abandonados en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro
era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante. El
cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y la sístole y
diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío.
Cuando el maestro se dirigía hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se
iluminase la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando es-cucharon por
vez primera el relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz, íbamos a lomos de los
elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchábamos con
palos y piedras en Ponte Sampaio* contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.
Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribíamos cancioneros de
amor en la Provenza y en el mar de Vigo. Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y a América emigramos cuando llegó la peste de la
patata.
"Las patatas vinieron de América", le dije a mi madre a la hora de comer, cuando me puso el
plato delante.
"¡Qué iban a venir de América! Siempre ha habido patatas", sentenció ella. "No, antes se
comían castañas. Y también vino de América el maíz." Era la primera vez que tenía clara la
sensación de que gracias al maestro yo sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos,
mis padres, desconocían.
Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los
bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que
daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en Australia que pintaba su nido de
colores con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se
llamaba el tilonorrinco. El macho colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la
hembra.
Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me
acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por mi casa e íbamos
juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las gándaras, el bosque y subíamos al
monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para mí como una ruta del descubrimiento.
Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y
cada vez una mariposa distinta, aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro
llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol.
Al regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela,
el maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de Pardal". Para mis padres, estas
atenciones del maestro eran un honor. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la
merienda para los dos: "No hace falta, señora, yo ya voy comido", insistía don Gregorio. Pero a
la vuelta decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda".
"Estoy segura de que pasa necesidades", decía mi madre por la noche. "Los maestros no ganan
lo que tendrían que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. "Ellos son las luces
de la República". "¡La República, la República! ¡Ya veremos adonde va a parar la República!"
Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los
republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba
delante, pero a veces los sorprendía.
"¿Qué tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del cura, que os anda calentando la cabeza." "Yo
voy a misa a rezar", decía mi madre. "Tú sí, pero el cura no". - Un día que don Gregorio vino a
recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le
gustaría tomarle las medidas para un traje, "¿Un traje?" "Don Gregorio, no lo tome a mal.
Quisiera tener una atención con usted. Y yo lo que sé hacer son trajes." El maestro miró
alrededor con desconcierto. "Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa. "Respeto mucho los
oficios", dijo por fin el maestro.
Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año, y lo llevaba también aquel día de julio
de 1936, cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del ayuntamiento. "¿Qué hay,
Pardal? A ver si este año por fin podemos verle la lengua a las mariposas."
Algo extraño estaba sucediendo. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que
miraban hacia delante, se daban la vuelta. Los que miraban para la derecha, giraban hacia la
izquierda. Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca
del paleo de la música. Yo nunca había visto a Cordeiro sentado en un banco. Miró hacia
arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros, era que se
avecinaba una tormenta.
Oí el estruendo de una moto solitaria. Era un guardia con una bandera sujeta en el asiento de
atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró para los hombres que conversaban inquietos en el
porche. Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de
explosiones.
Las madres empezaron a llamar a sus hijos. En casa, parecía que la abuela se hubiese muerto
otra vez. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin
sentido, como abrir el grifo de agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron a la puerta y mis padres miraron el pomo con desazón. Era Amelia, la vecina, que
trabajaba en casa de Suárez, el indiano. "¿Sabéis lo que está pasando? En Coruña, los militares
han declarado el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil." "¡Santo Cielo!",
se persignó mi madre. "Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyesen,
"dicen que el alcalde llamó al capitán de carabineros, pero que éste mandó decir que estaba
enfermo".
Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban
me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese llegado el invierno y el viento
arrastrase a los gorriones de la Alameda como hojas secas.
Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y volvió
pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora. "Están pasando cosas
terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido.
Peor aún. Parecía que hubiese perdido toda voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se
movía. No hablaba^ No quería comer. "Hay que quemar las cosas que te comprometan,
Ramón. Los periódicos, los libros. Todo."
Fue mi madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo que mi padre
se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me dijo: "Venga, Moncho, vas a
venir con nosotros a la Alameda". Me trajo la ropa de fiesta y mientras me ayudaba a anudar la
corbata, me dijo con voz muy grave: "Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá
no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante,
Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro."
"Sí que se lo regaló". "No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has en-tendido bien? ¡No se lo regaló!"
"No, mamá, no se lo regaló".
Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado algunos
grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y sombrero, niños con
aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola al cinto. Dos filas de
soldados abrían un pasillo desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con
remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.
Pero en la Alameda no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana Santa.
La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la
atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.
Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo
un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardias, salieron los
detenidos. Iban atados de pies y manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre,
pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo
Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el cantero al que llamaban
Hércules, padre de Dombodán... Y al final de la cordada, chepudo y feo como un sapo, el
maestro.
Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos.
Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó imitando aquellos insultos.
"¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!" "Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!"
Mi madre llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuer-zas para que
no desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!" Y entonces oí cómo mi
padre decía: "¡Traidores!" con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales!
¡Rojos!". Soltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada
enfurecida hacia el maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!"
Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera
de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!" Nunca le había oído llamar eso a nadie, ni siquiera al
árbitro en el campo de fútbol. "Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero
ahora se volvía hacia mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas
y sangre. "¡Grítale tú también, Monchiño, grítale tú también!"
Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron
detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor
y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda,
con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"
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